Una vez al año, cada 5 años, ellos venían a reclamar su ofrenda.
Esa noche, todas nosotras teníamos que resignarnos al dolor, y al miedo.
A pesar del frio, debiamos ir al bosque, cegadas por la neblina.
Cada una con un pequeño cuchillo, con un vestido blanco.
Ese año me tocó a mi dar la señal de que habíamos llegado.
Siempre en el mismo claro, siempre nosotras.
Brillaron sus ojos entre los árboles, y luego se hicieron ver.
Uno de ellos nos dio la señal de que debíamos comenzar,
y una a una, fuimos dejando ver nuestros cuchillos.
100 cortes. Uno tras otro, sin detenernos.
Sin llorar, sin quejarse. Así ellos lo querían.
Y recostadas en el piso, dejamos que ellos tomen su regalo.
Entonces ellos se acercaron, y tomaron de nuestra piel la sangre.
Con sus lenguas ásperas, una a una, nos olieron, y nos lamieron.
Aguantando la respiración de miedo, y las lágrimas de dolor, resistimos las ganas de salir corriendo.
Y su ritual termina cuando la más débil de nosotras cede al miedo.
Esa noche fue inevitable. La más joven de las niñas perdió el control.
Un corte demasiado profundo, el dolor fue inevitable.
Y uno de ellos escuchó su gemido.
Más ojos aparecieron entre los arbustos.
Más de ellos aparecieron en el claro.
Yo cerré mis ojos para no ver lo inevitable, aquello que sabía que pasaría, eso que todos comentaban que cada tanto pasaba.
No se escuchó más que sus gruñidos. Y sus dientes incrustarse en la piel de la pequeña.
Ella no llora, no grita, no tiende a escaparse. Como si supiera que ese era su castigo.
Luego desaparecieron. No quedó ningún rastro ni de ellos ni de nuestra sangre en el suelo.
Mucho menos de la pequeña niña.
Volvimos cada una con nuestras familias, sin contar los detalles de lo que había ocurrido.
Nuestros vestidos empapados en sangre y sudor delataban que el ritual se habia llevado a cabo.
Con los días, nuestras cicatrices se pusieron blanquecinas.
No las ocultamos.
Fotografía: Laura Makabresku
brutal...
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